EL SEDUCTOR DE LA PATRIA (fragmento)
Enrique Serna
Una historia recopilada de de la vida de "El seductor de la Patria" Antonio Lopez de Santa Ana
By Gustavo Islas

La
polvareda que levantan los caballos me obliga a cerrar los ojos. Al abrirlos
contemplo la tierra cuarteada con las hileras de nopales al fondo. Aquí no
llueve nunca, la llanura desértica se extiende hasta el horizonte. Al frente
van las tropas del ejército regular, detrás las carretas con el bastimento y
una muchedumbre de indios descamisados. Esto no es un ejército, es una pelotera
de indigentes. Ni un brujo los podría convertir en soldados. A paso de tortuga
la comuna entra en San Luis, la cuidad de muslos apretados que tan malos
recuerdos me trae. Son las 5 de la tarde y el cielo parece marcado con hierro
candente. Con la novedad de que los comercios están cerrados, me reporta mi
ayudante de campo José Batres. ¿Ah sí? Pues que los abran a punta de culatazos.
No soy un forajido, cabrones, soy el General en Jefe del Ejército mexicano.
Dolor de ijares, pesadez en los párpados, hartazgo de dar órdenes y de cargar a
la patria en el lomo, como si llevara a cuestas mi estatua de bronce. ¿Quién me
ayuda a cargar la inmortalidad? ¿Quién nació para mandar en este país de
agachados? Nadie alza la voz, nadie se hace responsable de nada, soy un halcón
solitario que describe círculos en el aire, mientras sus polluelos esperan el
alimento en el nido. Texas no significa nada para ellos. Les daría lo mismo ir
a pelear a la Patagonia o al Congo. Si no fuera por mi voluntad, la nación se
desgajaría como un tronco podrido.
Me hago hospedar en casa de un rico minero de
apellido francés. Enfrente del dueño sacudo el polvo de mi levita verde y me
acuesto en un chaise longue sin quitarme las botas manchadas de barro, para que
los ricos del pueblo se enseñen a respetar a la autoridad. Llega el correo
extraordinario con los periódicos de México. Alarma entre la población por la
aparición del cometa Halley, el mismo que anticipó la caída del imperio azteca.
El abad de la Basílica teme grandes calamidades para México. Sólo esto me
faltaba, que el clero venga a echarme la sal, cuando más necesitamos elevar la
moral de la tropa. Pero eso no es lo peor: el diputado Cortázar aconseja
suspender la expedición a Texas y vender la provincia a Estados Unidos, para
ahorrarle gastos a la nación y sufrimientos al pueblo. Dios mío, cuánto cretino
anda suelto. Ya entrados en gastos, ¿por qué no vender también Yucatán, Sonora
y las dos Californias, como una putilla que se despoja de sus prendas cuando el
cliente le desliza un billete en el seno? Según Cortázar, lo más sensato en
estas circunstancias sería hacer un buen negocio en vez de librar una costosa
guerra. Sépalo, señor diputado, sépanlo todos los vendepatrias, he de fijar la
frontera con Estados Unidos junto a la boca de mis cañones. Coronel Batres,
tire a la basura este inmundo pasquín y tráigame algo de comer. Necesito
reponer fuerzas porque mañana empezamos la leva.
Al despertar el alba salgo a
recorrer los pueblos aledaños a la ciudad con una escolta de 50 dragones. Mis
oficiales llevan riatas al hombre como si fueran a lavar reses bravas. A lo
lejos, en una hondonada, se ve una capilla con techo de teja y un conjunto de
chozas apeñuscadas. En la cima de una ladera oímos el disparo de un fusil. Es
la señal con que los indios anuncian la proximidad de la tropa, me advierte el
coronel Andueza, viejo zorro en estas lides. Ordeno picar espuelas para que no
se nos escape la indiada, pero ya es demasiado tarde. En la aldea sólo
encontramos hembras y niños, los varones han desaparecido como por ensalmo. Un
chamaco desnutrido asoma la cabeza por encima de un tecorral. Jálese a éste,
ordeno a mi escolta, y entredós hombres lo atan con una cuerda para llevarlo a
rastras. Una india de mediana edad se arroja al paso de mi caballo y me reclama en su lengua, una
lengua chirriante como el graznido de un cuervo. Es la madre del chaval, me
traduce Batres, dice que su hijo no puede ir a la guerra porque ya está casado.
Ah chingá, ¿y dónde está la esposa? El muchacho entiende castilla y señala con
el dedo a una niña esquelética que a lo sumo debe tener 13 años. Los indios de
estas comarcas son muy mañosos, me previene Andueza, casan a sus hijos desde
muy chicos, para que no los agarre la leva. Pues casado o soltero se viene con
nosotros, advierto a la india quejosa, y nos alejamos picando espuelas mientras
ella se desgañita en el suelo. Sí, señora, la guerra es cruel. Perdone usted
pero no me puedo andar con delicadezas. Necesito reunir diez mil hombres de
aquí a diciembre y quiero ponerle la muestra a mis oficiales, para que no se
ablanden a la hora de reclutar voluntarios.
Camino al norte, la leva
continúa en todos los pueblos que atravesamos. Para coger a los indios
desapercibidos, los días de plaza mandamos por delante una carreta con barriles
de pulque y el cabo Ruelas se pone a venderlo a mitad de precio en un
tenderete. Cuando los indios ya se tambalean de borrachos les cae encima un
escuadrón de lanceros, y si alguno quiere huir se topa de manos a boca con los
piquetes de soldados que vigilan las entradas del pueblo. No sé por qué son tan
reacios a tomar las armas. Aquí en el ejército por lo menos les damos un
sarape, allá en sus pueblos andan cubiertos con una pichita y cuando corren
para escapar de la leva se quedan en cueros. Apenas llegan al campamento el
coronel del cuerpo les lee los artículos de ordenanza: el cobarde que vuelva
las espaldas al enemigo será muerto en el acto. El desertor lo pagará con la
vida. Si contesta los golpes de un oficial será azotado tres veces más. Por
supuesto, el reglamento no se cumple al pie de la letra, pero sirve para
espantarlos, porque los reclutas que no han recibido instrucción militar son
los más propensos a huir. Páselos por cajas, ordeno al coronel, sin escuchar
los ruegos del padre capellán que me pide excluir a los de mayor edad. Una vez
registrados en los libros de la comandancia los formamos en una cuerda, pero
sus mujeres no se resignan a la separación y los siguen por varias leguas. Allá
van, lacrimosas y desgreñadas, con toda la prole detrás. Hasta guajolotes y
cerdos llevan, como si la marcha de la tropa fuera una evacuación o un éxodo. A
una orden mía, el capitán medina les hace retroceder con un fuete, pero se
quedan a prudente distancia de la columna, para darles comida o agua a sus
hombres. ¡Cómo poner en pie un ejército disciplinado y moderno, si llevo a la
retaguardia un centenar de familias que entorpecen todos mis movimientos!
Por fin Saltillo, tengo la espalda molida
de tanto dar tumbos en el carruaje, una cama por Dios, una cama y una mujer,
aunque sea la cocinera de la división. El coronel Batres me trae a una moza de
gruesas caderas con la cara manchada de colorete. Véngase para acá mi reina, si
se porta bien le regalo una cadena de oro. Después de un palo apresurado, la
fatiga me vence. Despierto a media noche anegado en sudor, la cabeza hirviente
como una fragua. Me pesan los huesos, casi no me atrevo a sacar la mano de las
frazadas para darle un sorbo al agua del buró. Y esto apenas comienza, todavía
no hemos disparado un tiro, si las cosas siguen así voy a llegar a Texas en una
caja de pino. Que traigan al médico de la tropa, me estoy muriendo. No hay
doctores, general, el único que venía con nosotros desertó en Matehuala. Pues
tráiganme a uno de los del pueblo. Al cabo de una hora mi ayudante de campo
vuelve cariacontecido. Los doctores de la ciudad se están escondiendo, señor,
no pude encontrar a ninguno. Hijueputas, ¡y así quieren que ganemos la guerra! Desde que salimos de la capital no he
podido formar un cuerpo de sanidad, ningún doctor quiere renunciar a su
consulta y a sus ingresos para venir a padecer privaciones en una campaña que
puede durar varios meses. Mucho juramento de Hipócrates, pero cuando la patria
les exige un sacrificio se hacen ojo de hormiga.
A falta de galenos, una curandera me prepara
una infusión de boldo con miel de abeja. Débil todavía, pero con la cabeza más
despejada, a la mañana siguiente dicto instrucciones para el movimiento de
tropas. General Urrea, ya es hora de separarnos para marchar a Texas. Mañana
mismo sale usted rumbo a Matamoros con su regimiento de caballería, allá se le
unirán dos piquetes de montados de Tampico, los auxiliares de Guanajuato y
trescientos mayas que nos mandará por barco el gobernador de Yucatán. Quiero
que avance por las playas del Golfo hasta llegar a Lipatitlán, donde se reunirá
con usted el general Filisola, y después de cruzar el Río Grande nos reuniremos
en San Antonio Béjar. La idea es formar tres columnas para atacar las
principales guarniciones del enemigo, tal y como están indicadas en este plano.
¿Entendido? ¡Sí, señor presidente!
No confío en mis subalternos, cualquiera de
ellos sería capaz de pronunciarse en mi contra. Necesito traerlos con la rienda
corta y moverlos como peones de ajedrez, para que ninguno tenga iniciativas
propias. Les he asignado un discreto papel en la campaña y no deben aspirar a
más. Temo su deslealtad, pero más aún sus posibles aciertos, que me obligarían
a repartir entre dos o más cabezas los laureles de la victoria. Aún
convaleciente salgo a supervisar el entrenamiento de la tropa. En mi afán por
dirigirlo todo desempeño funciones que le corresponden a los brigadieres, al
cuartel maestre, al mayor general, y hasta a los instructores de artillería.
Los oficiales de alto rango me recomiendan reposo, pero yo conozco los resortes
que mueven a las masas. Mi actividad tiene un efecto saludable sobre la moral
de la tropa, porque al verme rodilla en tierra con la casaca manchada de barro,
los soldados de condición humilde me cobran afecto y lealtad.
De Monclova en adelante la marcha se vuelve un
infierno. Las carretas con bastimento que venían de San Luis fueron atacadas
por comanches, y la falta de provisiones, que ya de por sí eran magras, me
obliga a tomar medidas de emergencia. Atención, señores: a partir de mañana la
ración de totopo y galleta se reduce a media libra diaria por cabeza. Miradas
rencorosas, murmullos de cólera reprimida. El soldado mexicano es muy sufrido,
pero los míos están llegando al límite de sus fuerzas. No los alimento, pero
tampoco les pago. Por falta de fondos adeudo a la tropa la soldada del mes de
enero, retraso que sin duda provocará nuevas deserciones. Tenía razón Tornel:
debí quedarme en los salones de palacio, bien atendido por mis lacayos,
departiendo con embajadores y damiselas de buen palmito. Con este frío se
congela hasta el patriotismo. El suelo amanece con una capa de escarcha y los
soldados que duermen a la intemperie tosen flemas con sangre. Déjenlos atrás,
ordeno, que no se interrumpa el avance por culpa de los enfermos. Para soportar
el cierzo nocturno, los otomíes que recogimos en el valle del Mezquital hacen
un agujero como si cavaran su propio sepulcro, queman adentro algunas ramas y
pencas de maguey, y cuando el fuego se apaga se meten al temascal de ceniza,
que todavía conserva un calor intenso. A cambio de un abrigo momentáneo, el
horno les produce llagas horribles. Agrietada por el cocimiento, su piel
destila sangre y pus, y el olor a carne podrida atrae a las aves de rapiña que
vuelan en círculos por encima del campamento. En mi vida he visto cosa más
repugnante.
Pero me corto un huevo si no
cruzo el Río Bravo con mi agónico ejército de parias. Que los hombres más
fuertes derriben árboles para improvisar chalanes. Yo mismo ayudo a cortar las
ramas y amarro los troncos con gruesos cordajes, entelerido por el viento
helado que viene del norte. Mala época para una travesía tan larga y difícil.
Pero tampoco César tuvo un día de campo cuando atravesó el Rubicón. Por fin
construimos dos barcas grandes y resistentes, o al menos eso parecen. Mando por
delante las carretas tiradas por bueyes con la mitad de las municiones. Desde
la margen opuesta del río, cinco oficiales fornidos jalan el chalán con una
cuerda. Los bueyes resoplan y mugen al sentir el empuje de la corriente, que
parecía tranquila al inicio de la maniobra, pero va cobrando intensidad cuando
el chalán se aleja hacia la otra orilla. Un buey cae al agua, la carreta se
tambalea sobre los troncos y el remero que trata de sostenerla pierde el
equilibrio. Lo veo forcejear con el agua, le arrojan la cuerda desde la otra
orilla pero no puede asirla y sólo alcanza a gritar una maldición antes de
sumergirse en el lecho del río. No cabe duda: todos los elementos se han
confabulado para impedirnos el paso. Iracundo, castigo a las aguas del Bravo
con una andanada de latigazos. Habrá que dejar el cruce para mañana, si la
corriente nos lo permite.
Ganar la otra orilla es obra de muchos
tamaños, que sólo un nuevo Homero podría describir. Cuando al fin logramos
vencer la impetuosa corriente, una copiosa nevada nos da la bienvenida en la
provincia de Texas. ¡Hasta cuándo me golpearán los coletazos del cometa Halley!
Salvo raras excepciones, mis hombres no habían visto nunca la nieve, ni tienen
ropa adecuada para soportarla. Luchan como fieras por las cobijas y se disputan
a golpes el espacio de las carretas, donde sólo hay cabida para unos cuantos
privilegiados. Otros aprovechan la ocasión para dispersarse, como si pudieran
llegar my lejos en medio de la tormenta. General Castrillón, ponga a su gente
en orden, que los centinelas disparen a todos los desertores. La nevada se
prolonga por varios días y el campamento se convierte en un cementerio donde la
muerte está de manteles blancos. Entre los prófugos y los congelados sufro una
merma de 400 hombres. Cualquiera en mi lugar ordenaría la retirada, para
reanudar la expedición en otra época del año. Pero yo conozco a mi gente y sé
que se crece en la adversidad, como los viejos caballeros águila. ¡Arriba, mis
valientes! Ahora menos que nunca podemos retroceder.
Ordeno repartir a todos los efectivos una
generosa ración de mezcal que les devuelve los arrestos y la esperanza. Bebo
con ellos hasta sentirme un poco mareado. Ánimo, compañeros, nadie está zafo de
una mala hora. Ya nos tocó lo peor, ahora vamos por el desquite. Seguimos la
travesía rumbo al norte con declinación al occidente por unos lomeríos suaves,
entre motas de bosque alto y zacatales que me dan al estribo. Como el enemigo
puede andar cerca, ordeno que no se dé ningún toque de corneta o clarín.
Forzando la marcha al máximo llegamos al Río de Medina a las dos de la tarde,
tras haber recorrido cosa de diez leguas. La entrada del cauce no está
escarpada y la corriente se extiende sobre un lecho de piedra menuda que nos
permite vadear el río con facilidad. A poco divisamos a nuestro frente algunas
fogatas. Son incendios que el enemigo ha ido dejando en los campos para
cerrarnos el paso. Cobardes, ¿tanto nos temen que arrasan con bosques enteros?
Pero parece que el cometa ya se pasó a nuestro
bando, pues cae una lluvia tupida que dura más de una hora y apaga todas las
lumbres de la arboleda. Entre el humo y la negrura de los zacatales quemados no
alcanzo a distinguir a mi escolta, que debe estar a tres varas de distancia, a
juzgar por los relinchos de los caballos.
Avanzamos con mucho tiento, como niños jugando a la gallina ciega, y a cada
paso que damos se nos figuran barrancas y desfiladeros. Que la tropa contenga
la respiración y se ponga trapos húmedos en la nariz. Las mulas se enredan en
las ramas caídas de los árboles, para destrabarlas hay que levantar troncos
enteros. Oigo estertores de asfixia, sin duda la espesa humareda empieza a
cobrar víctimas. Cuidado con el tiro de los cañones, que no se vaya a
desbarrancar. Cuánta salación, carajo. Llegando a México me hago una limpia con
los brujos de Catemaco.
Pasada la zona de incendios el panorama se
aclara. Por donde quiera veo oficiales rezagados, mulas y bueyes muertos,
cajones y carretas abandonadas. Cualquiera diría que somos un ejército en
derrota. Sigue nevando, tengo las manos moradas y cuando bajo del caballo a
orinar el miembro se me congela. En la ribera del Río Nueces sale a mi
encuentro Martín Perfecto de Cos, el pusilánime que se dejó arrebatar San
Antonio Béjar por un puñado de colonos texanos. Fatal error: le di está misión
porque es mi cuñado, en vez de nombrar a un general con más experiencia.
Debería reprenderlo con acritud, pero su ejército mueve a compasión: más que
soldados parecen almas en pena. Aunque los míos tienen igual o peor catadura,
todavía conservan el orgullo ileso y no manifiestan un desconsuelo tan hondo.
Rehúyo el abrazo de Cos y le doy un tibio apretón de manos. Aquí me tiene,
general, por su culpa he tenido que venir a sacar las castañas del fuego.
Defendimos la plaza hasta con los dientes, pero los rebeldes tenían ventaja
numérica. No quiero excusas, deme un informe detallado sobre las posiciones del
enemigo.
En mitad de la conferencia llega un mensajero
del general Urrea, para informarme que su jefe ha batido a los texanos en San
Patricio. El corneta mayor toca una diana, los oficiales echan sus gorras al
aire. ¡Viva México, hijos de la chingada! Todos se alegran menos yo. Urrea debe
estar hinchado como un pavorreal, no debí concederle el mando de la columna.
Hay que enviar un correo extraordinario a México para dar parte de la victoria,
propone Castrillón. De ninguna manera, me opongo, sólo es un triunfo parcial,
todavía no debemos echar las campanas al vuelo. Sin darle descanso a la tropa
sigo camino a San Antonio Béjar, con una precipitación que asombra a mis
oficiales. Hoy cabalgamos toda la noche, mañana habrá tiempo para dormir.
Necesito entrar en batalla y eclipsar la gloria de Urrea. Primero muerto que
dejarme comer el mandado por un subalterno.
Acampamos a las afueras de la ciudad, sin
resistencia del enemigo, que se ha parapetado en la misión del Álamo, un
cuadrilongo rectangular improvisado como fortaleza, con gruesas paredes de
piedra y lodo. De vez en cuando los rebeldes disparan riflazos a nuestra
trinchera, sólo para inquietar a los centinelas. No deben ser más de 200, pero
están engallados porque esperan refuerzos de un momento a otro. Afuera se han
quedado los esclavos negros, que saludan con regocijo nuestra llegada. Los
libro de sus cadenas a martillazos y a cada uno le regalo un peso y un sarape.
Me conmueven sus muestras de gratitud, en especial los besos de los pequeñines.
Corran y díganle a sus hermanos de raza que en México todos son iguales ante la
ley sin distinción de color ni de nacimiento.
A las diez de la mañana salgo a revisar los
campos y las baterías acompañado del coronel Juan Nepomuceno Almonte, que ha
patrullado la zona desde varias semanas atrás. Hijo natural del cura Morelos,
que dejó niños regados por toda la sierra del sur, Almonte pasó la infancia en
Washington y habla el inglés a la perfección. Como militar es un cero a la
izquierda, pero lo tengo
en mi Estado Mayor para que me sirva de
intérprete. Con razón los texanos fanfarronean: tienen catorce cañones
enfilados desde los torreones y las paredes laterales del Álamo. Un oficial
regordete con la barba crecida se baja los pantalones y me enseña el trasero
por encima de los parapetos. ¡Santa Anna, fuck your mother! ¿Quién es ese
infeliz? Un pelafustán apellidado Bowie, lleva quince días provocando a la
tropa con sus indecencias. ¿Y qué esperan para llenarle las nalgas de plomo?
Por la tarde ordeno al coronel Almonte que se acerque al fuerte con bandera
blanca para intimar la rendición de los sitiados. Travis, el comandante de los
texanos, se niega a parlamentar y responde con un cañonazo al lugar donde se
encuentra la avanzada. Esta chusma protestante debe creer que soy el diablo en
persona. Jamás enemigo alguno me había mostrado un odio tan demencial.
Dejo pasar tres días más con la
esperanza de que Travis deponga su actitud altanera. Pero él continúa retándome
con insultos y cañonazos, confiado quizá en la llegada de sus refuerzos. Con mi
largavista lo veo acodado en el parapeto. Tiene barbas de chivo, masca una
asquerosa bola de tabaco y sus ojillos azules despiden una cólera helada.
Lástima, güero, me obligas a aplastarte como un gusano. ¡Compañeros de armas!
Estáis desnudos y mal alimentados. Habéis hecho marchas forzadas sin zapatos y
muchas veces sin pan. Sólo las falanges de la opulenta México, sólo los guerreros
del noble Guatimoz fueron capaces de soportar lo que vosotros habéis soportado.
Nuestros más sagrados deberes nos han traído hasta aquí para combatir a una
caterva de aventureros ingratos, que habiendo aprovechado aviesamente nuestras
disensiones internas han levantado el pendón de la rebelión con el fin de
sustraer a nuestra República este fértil y vasto departamento. ¡Miserables!
¡Pronto verán su locura!
(…)
Como lo preví, la toma del Álamo nos ha dado
una fuerza moral prodigiosa, mi nombre azora a los enemigos, que huyen
despavoridos a ocultarse más allá de los ríos Trinidad y Sabina. El incendio y
la devastación que dejan en cada pueblo son sus únicas señales de vida. Mis
hombres conciben ahora un justo desprecio por los invasores de Texas, sentimiento
que yo mismo les he imbuido, para hacerles sentir que la expedición acabará
pronto. (…) El barbero me hace una pequeña cortada en el mentón. Me estás
desollando, imbécil. Lo saco de mi tienda a puntapiés y mando que lo encierren
en un calabozo, por tener pulso de borracho. No puedo librar una guerra rodeado
de inútiles. Mientras intento contener con alcohol el hilillo de sangre, un
mensajero empolvado de pies a cabeza desmonta de su caballo y me entrega una
carta lacrada. Con el tono jactancioso de un caudillo en ciernes, el general
Urrea se ufana de haber vencido al enemigo en un punto llamado Encinal del
Perdido sin contar con su artillería, mientras el coronel Fannin lo sometía a
un vivísimo fuego de cañón. A pesar de su ventaja numérica, tras un asalto a
bayoneta los sublevados sacaron la bandera blanca y logró capturar cerca de 400
prisioneros. Hará con ellos lo que yo disponga, pero considera favorable para
nuestra causa perdonarles la vida. Claro, ya está pensando en su futuro
político y quiere sentar plaza de vencedor magnánimo. ¿Perdonar a una miserable
partida de criminales? ¿Pero qué se ha creído este imbécil? ¿Ignora acaso que
el Congreso dispuso ejecutar a todos los extranjeros sorprendidos con las armas
en la mano? La gloria de los demás me duele físicamente, pero en mi respuesta
cubro de elogias al general Urrea
y descargo en los mercenarios la
irritación que me causa su victoria. A nadie cedo en compasivo, dicto a mi
secretario, pero esos extranjeros, a fuer de bandidos, se han lanzado sobre el
territorio de la República para robarse una parte de él y por ello el Supremo
Gobierno ha ordenado tratarlos como piratas. ¿Con qué facultades podría
indultarlos? ¿Pretende usted que caiga sobre mí la indignación nacional, como
sucedería si protegiera a semejantes forajidos?
Nada tan saludable como un baño de sangre,
decía Napoleón. Los fusilamientos causan espanto en el enemigo, que retrocede
en desorden y deja de hostilizarnos. Buen momento para regresar a la capital,
donde otros enemigos más insidiosos deben estar conspirando en mi contra. Reúno
a mis generales y les hago saber que daré por concluida la expedición y me
embarcaré en un bergantín para volver a México. Recapacite general, me pide
Filisola, todavía no hemos entrado en combate con el grueso del ejército
rebelde. Si dejamos el campo libre, volverán a ocupar las posiciones que hemos
ganado. Por eso aborrezco las juntas de guerra, nunca falta algún testarudo que
se opone a mis planes. Pero quizá Filisola tenga razón. Si quiero poner en orden
el gallinero político, primero tengo que derrotar a los texanos en toda la
línea, o de lo contrario se me acusaría de haber dejado la campaña a medias.
Necesito acabar esta guerra a la mayor brevedad, dejar las plazas bien
guarnecidas y volver a México investido con la pompa de los triunfadores
romanos. Sólo así tendré la aprobación popular cuando empiece a cortar cabezas.
(…)
En medio de tantas fatigas y
contrariedades recibo una grata noticia: el general Samuel Houston acampa en la
margen oriental del Río Colorado con cerca de 800 hombres. Apenas lo puedo
creer, ¡el jefe de los texanos a tiro de pichón! Con mi séquito de 30 dragones
acudo a reforzar la brigada de Ramírez y Sesma, para dirigir en persona la
persecución de Houston. De ésta no se escapa, a menos de que tenga pacto con
Satanás.
Ahora o nunca: preciso cabalgar día y noche
para acortar distancias, sólo redoblando el esfuerzo le daremos alcance a los
filibusteros. Un sol inmisericorde calienta el agua de las cantimploras.
Reviento mi montura, la dejo en el camino y subo al rosillo que me ofrece el
coronel. La cola de rezagados nos impide avanzar aprisa. Como no entienden por
la buena los hago marchar a fuetazos. Cráneos de vacas pelados por los buitres,
estanques de agua hedionda, llanuras infinitas como la sed de un náufrago.
Compañeros, el bastimento se agota, hoy ayunaremos para ahorrar provisiones,
pero no desfallezcan, les prometo que llegando a San Felipe haremos una
barbacoa. Tras una jornada extenuante por fin entramos al pueblo, si se le puede
llamar así a un caserío reducido a cenizas donde no ha quedado un animal
comestible ni una miga de pan. Houston recula como gallo chinampero. Sabe que
sus mercenarios huirán como ratas al entrar en combate y quiere vencernos por
agotamiento.
Almonte interroga en inglés a una familia
de colonos que no tuvo tiempo de abandonar el pueblo. Pálido como la cera, el
padre dice ignorar el paradero de las tropas, pero nos revela que la Convención
de Texas está reunida muy cerca de aquí, en el pueblo de Harrisburg, al otro
lado del río Brazos. Entusiasmado con la idea de tomar prisionero al presidente
Burnet o al traidor Zavala, dejo al general Filisola con la mayor parte de la
brigada y a la cabeza de 300 jinetes busco un lugar propicio para vadear el
río. El Paso de Thompson está protegido por un destacamento de 100 o 200 grays
que defienden un pequeño muelle, las cabezas ocultas en la maleza. Los hago
dispersarse con una descarga de fusilería y les arrebato tres canoas sin perder
un solo efectivo.
Pobres infelices, ni el parque les dio
tiempo de levantar. Esta guerra es como jugar vencidas con un tullido. Ya me
veo retratado en un óleo de tintes épicos, la levita rasgada, el sable teñido
en sangre, poniéndole cepos a los mandarines del gobierno texano.
Pero en Harrisburg no hay un alma. Burnet huyó
con todos los miembros de su gabinete en un bote de vapor, dejando en su
habitación un puro encendido y una carta a medio escribir, dirigida a Samuel
Houston, donde le advierte que los colonos ya están hartos de su indolencia.
“He sabido que usted ha dejado de beber licor para entregarse al opio –lo
acusa– sin hacer preparativo alguno para salir al encuentro de los mexicanos.
Haga favor de enmendar su conducta o me veré obligado a destituirlo”. Hasta
pena me da pelear con un general tan ilustre. ¿De qué presidio lo habrán
sacado? En la oficina del periódico local descubro debajo de las mesas a dos
tipógrafos muertos de miedo. Por ellos me entero de que Houston ha retrocedido
hacia Lynchburg. Por lo menos aquí el enemigo dejó algo de comer. Pero no
podemos detenernos a descansar, la gallina ya está acorralada y es hora de
torcerle el pescuezo. Por medio de un correo extraordinario pido al general
Filisola un refuerzo de 500 soldados escogidos. No necesito más para vencer a
un ejército de rufianes dirigidos por un opiómano.
Al día siguiente libro mi primera escaramuza
con el enemigo, que sólo nos lanza unos cuantos disparos de artillería y se
repliega en un bosque a orillas del río San Jacinto. Poco después llegan los
refuerzos que mandé pedir. A primera vista noto contravenida mi orden, pues en
vez de soldados escogidos, Filisola me envía reclutas enganchados en levas,
indios harapientos y enfermos que no tienen fuerzas ni para cargar el fusil. El
muy ladino se quedó con la tropa selecta y me ha dejo la carne de cañón: su
felonía le costará un Consejo de Guerra. El general Cos, que viene al frente de
la columna, me pide un descanso antes de entrar en batalla, so pretexto de que
su gente no ha comido ni dormido en 24 horas. Animado por la favorable reacción
que percibo en mis hombres, cuyos semblantes se iluminan con la llegada de los
refuerzos, concedo un descanso a todo el ejército, juzgando el momento propicio
para reponer fuerzas. Houston ocupa una posición muy desventajosa y el
incremento de nuestras tropas seguramente le impondrá temor. Por si las moscas,
ordeno montar una guardia al general Castrillón y me acuesto a la sombra de un
encino. La verdad, a mí también me hace falta una siesta. No he pegado el ojo
desde que cruzamos el Paso de Thompson.
En mi sueño planeo el futuro venturoso de las
tierras que hemos reconquistado. Para mí no pido ninguna recompensa material,
diré ante el Congreso, pero considero de elemental justicia recompensar con
amplias extensiones de terreno a los jefes, oficiales y tropa que han
participado en la campaña. Ovación de pie, la medida se aprueba por aclamación.
Miles de mexicanos bien nacidos fincan su residencia en Texas y prosperan
rápidamente gracias a la fertilidad del suelo. Por cada templo deslavado que
los protestantes han erigido a su triste Dios, levantan imponentes catedrales
con cúpulas que arañan el cielo y labran en sus fachadas una vegetación de
piedra. El pueblucho de Béjar cobra tanta animación como la feria de San
Agustín de las Cuevas: hay palenque, mesas para jugar albures, plaza de toros y
una hermosa alameda donde la gente de razón sale a pasear en los días de
fiesta, mientras los indios truenan cuetes y beben pulque.
Los norteamericanos tendrán prohibido el
acceso a la provincia. Si alguno se atreve a mancillar nuestro suelo, le
dispensaremos el mismo trato que ellos daban a los negros. Sólo venderemos
tierras a los extranjeros, a razón de un peso fuerte por cada fanega, con tratopreferencial
para nuestros hermanos de la América Hispana. Yo mismo dirijo a trasmano la
oficina encargada de fraccionar los terrenos y obtengo comisiones fabulosas por
allanar los trámites. Mi capital y mi prestigio crecen al parejo. Bajo mi
tutela el país prospera con rapidez y se eleva por encima de las grandes
potencias. Los principales diarios de Europa reconocen que México está
gobernado por un estadista visionario, tan providente en la paz como temible en
la guerra. Nuestro formidable ejército invade Cuba, de ahí sale una expedición
hacia la Florida y Luisiana. Fuera, canallas, entregad la América septentrional
a sus legítimos propietarios. Avasallados por mi genio militar, los países de
Centroamérica se reincorporan al imperio mexicano. El Napoleón de América
recibe en su palacio el tributo de los pueblos conquistados. Diamantes para
doña Inés, espolones de oro para los gallos de su Excelencia. Se me hace
chiquito el mar para echarme un buche de agua. Hasta el rey Luis Felipe y el
zar de Rusia vienen a besarme los pies. Por favor, señores, levántense, no
merezco tan alto honor.
Interrumpe mi sueño el ruido de
las armas. Al despertar veo con sorpresa que el enemigo ha entrado a saco en el
campamento. No tengo tiempo de ponerme las botas. Echo mano a mi sable y salgo
corriendo en busca de un caballo, entre el silbido de las balas que me erizan
la piel. ¿Qué pasó con las guardias de Castrillón? Tenía órdenes de reportarme
el menor movimiento del enemigo. Al pasar frente a su tienda lo veo agonizar
con un abanico de naipes entre los dedos, la cabeza reclinada sobre un huacal
improvisado como mesa de juego. Tiene un boquete en la espalda y a su lado
reposan los cuerpos de otros dos jugadores. Demasiado tarde para regañarlo.
Trato de organizar la defensa, pero no puedo hacerme oír entre la barahúnda. Poseídos
de espanto, los reclutas viejos se dejan matar a sangre fría sin hacer uso de
sus armas. Otros huyen en calzones hacia el pequeño arroyuelo que está a la
salida del bosque, donde los tiradores de Houston los cazan como conejos.
Filisola los escogió, esto caerá sobre su conciencia. Desconcertados por la
confusión de los reclutas, los soldados aguerridos tratan de responder el
fuego, pero la fragilidad de sus posiciones los obliga a retroceder. Me alejo a
todo galope del funesto campo, seguido de cerca por dos oficiales texanos que
me disparan pistoletazos. Para ser mercenarios tienen los pantalones bien
puestos. Fue un error subestimarlos, pelean como si hubieran comido lumbre. Me
interno en un tupido bosque, trepo a las ramas de un árbol y doy un fuetazo a
mi montura para despistar a los grays, que pasan de largo siguiendo el rastro
del caballo. Oculto en la copa del árbol espero hasta el anochecer, y cuando el
enemigo deja de patrullar el bosque reanudo la marcha hacia el sur.
(…)
Me bajo a orinar en un paraje
desierto, donde sólo se oye el deslizarse de los lagartijas, sobre las piedras
calcinadas. Cuando estoy cerrando los botones de mi bragueta siento un cañón de
rifle en la espalda. Don’t move, bastard! Where did you steal these clothes? No
entiendo una palabra de inglés, y solo atino a decir que soy gente de paz. Mi
respuesta irrita al texano, que me golpea la quijada con la culata del rifle.
Es un gigantón cargado de espaldas, con crines rojizas y dientes podridos. A un
grito suyo se acercan otros seis soldados con la misma facha de hampones
patibularios. Derribado en el suelo recibo golpes y escupitajos. El sargento de
la patrulla, un batracio de ojos saltones, me pregunta en español si he visto
al general Santa Anna. Va adelante, le respondo, arrojando un coágulo de
sangre. Sus hombres no se tragan el embuste y quieren acabar conmigo a
puntapiés, pero el sargento los contiene. Acerca su rostro al mío hasta quepuedo
oler su aliento sepulcral y me advierte que si estoy mintiendo, lo pagaré con la
vida. Por si no tuviera suficiente castigo con la golpiza, ordena al grandulón
que me ate las manos con una cuerda, y amarra el otro extremo a su silla de
montar, para llevarme lazado como un pollino.
Con el
cuerpo descoyuntado de tanto arrastrarme por ciénagas, breñales y empinadas
cuestas, y las muñecas en carne viva por el roce del mecate, que me quema la
piel con cada jalón del caballo, siento agitarse dentro de mí los manes de
Cuauhpopoca y el espíritu indomable de Hernán Cortés. No soy yo el afrentado,
es mi patria la que da con sus huesos en tierra y pierde el resuello por seguir
el paso de la patrulla. El sargento me lleva adrede por terrenos pedregosos,
complacido con la sangre que brota de mis rodillas peladas. El sufrimiento
físico es tolerable, por momentos ni siquiera siento mi cuerpo. Lo que me duele
es la humillación, el ultraje al águila mexicana. Todavía está a salvo mi
investidura, sólo eso me da fuerza para soportar el martirio. Quizá deba pagar
el precio de una muerte vulgar y anónima para vivir eternamente como símbolo
nacional. Vencido por la fatiga sufro un desmayo. Al abrir los ojos ya estoy de
nuevo en mi caballo y el sargento me moja los labios con un trapo húmedo. Su
compasión es otra forma de tortura, la más hiriente, la más letal.
Unas horas después llegamos al campamento del
general Houston. La celebración del triunfo no ha terminado. Dos oficiales
borrachos desgarran una bandera de México. Los de mayor graduación bailan con
un grupo de mujerzuelas alrededor de un ciego que toca la mandolina. Temo que
alguien me reconozca y agacho la cabeza con disimulo. El sargento se detiene en
una especie de establo donde están recluidos los prisioneros de guerra.
Distingo a lo lejos al coronel Almonte y a mi cuñado Martín Perfecto de Cos, pero
mantengo la vista clavada en el suelo. Debo mantener el incógnito a cualquier
precio, así tendré más posibilidades de salvar el pellejo. Nos detenemos en la
puerta del cercado, donde un capitán registra el nombre y el grado de los
reclusos. Cuando voy a dar un nombre falso, Ramón Martínez Caro, mi secretario
particular, se asoma por encima de las tablas y me comete la estupidez de
cuadrarse delante de mí. Cerca de 20 soldados siguen su ejemplo y hasta un
imbécil exaltado grita con lágrimas en los ojos: ¡Viva mi general Santa Anna!
El sargento que me capturó, cruza una mirada
de inteligencia con el vigilante de la cárcel. He is Santy Any, we’ve got him!
Al oír su grito viene hacia mí una turbamulta de soldados enardecidos. Quieren
bajarme del caballo a empujones, pero estoy atado a la silla y sólo consiguen
desgarrarme la ropa. Cut his throat, he is a bloody monster! Remember
The Alamo! Voy a ser linchado ante
la mirada aquiescente del sargento, que no sólo está de acuerdo con la multitud
sino que colabora con ella desatándome de la silla. Lástima, no veré crecer a
Manuelito. Que Dios me perdone por haber engañado a la pobre de Inés. Yo
pecador me confieso a Dios Todopoderoso. Por mi culpa, por mi culpa, por mi
grande culpa. De pronto se oye una voz de bajo profundo que impone respeto a
las fieras. La gritería cesa de golpe y los linchadores le abren paso a un
hombre cabello entrecano que lleva entablillada la pierna derecha. Al verlo de
cerca me siento imantado por su perfil aquilino y su mirada de encantador de
serpientes. Glad to meet you, president, my name is Sam Houston.
Para evitar que la soldadesca vociferante se
haga justicia por mano propia soy conducido a una barraca estrecha y
maloliente. El hedor de los cadáveres descompuestos abandonados en el campo de
batalla, que llega en oleadas al campamento, me inspira sombrías reflexiones
sobre lagloria terrenal. ¿Tanto celo patriótico terminará convertido en
carroña? Con Houston me entiendo desde la primera charla, en la que Almonte
funge de intérprete. Pese a la diferencia de idiomas hablamos el mismo
lenguaje: el de la cortesía utilizada como herramienta para obtener beneficios
mutuos. Pero Houston sólo es un jefe de operaciones, constreñido al mando
militar. Los verdaderos árbitros de mi vida son los miembros del Directorio
texano, el presidente Burnet y el ministro de Guerra Rusk, dos políticos
vengativos y estrechos de mira con una grave incapacidad para negociar. A
cambio de mi vida me exigen lo imposible, que todos los generales de mi Estado
Mayor se entreguen prisioneros y el ejército entero rinda las armas. Bajo esas
condiciones jamás llegaremos a ningún acuerdo, señores, protestos con las
mejillas cundidas de rubor. Burnet alza un dedo amenazante: pues si no acepta
el trato dejaremos que la gente de allá afuera le aplique la Ley del Talión.
Burnet se retira sin darme la mano, disgustado
por mi arrogancia. A solas con Houston se suaviza el tono de la charla. Para
limar asperezas me ofrece un habano y reconoce que las pretensiones de Burnet
son desmedidas. Estos colones saben muy poco de política, será mejor que nos
entendamos usted y yo. Seamos prácticos, general: yo no quiero humillar sus
sentimientos patrióticos, sólo quiero una paz justa y digna para las dos
partes. ¿Por qué no tiene usted un gesto de buena voluntad hacia Texas y retira
las tropas acantonadas en el Río Brazos? Ayúdeme a convencer a Burnet, pero
sobre todo a la tropa, de que nos conviene respetar su vida. De lo contrario no
podré hacer nada por usted. Aunque Houston evita las amenazas directas, las
descargas de fusilería provenientes del campamento resultan más persuasivas que
sus razones. Los texanos no se tentarán el corazón para ejecutarme. Ya empezar
a fusilar prisioneros y yo soy la presa más codiciada del lote. Urrea tenía razón,
fue un error pasar por las armas a los prisioneros del Encinal. Descuartizado
por la plebe rencorosa, ni siquiera tendré una muerte honorable. ¿Y quién me
asegura que el ejército mexicano pueda ganar la guerra sin mí?
Pido a Houston unas horas para meditar y
enciendo mi habano con pulso vacilante. Bienvenida la muerte, siempre y cuando
valga la pena. Pero hay heroísmos inútiles que no dejan huella en la historia.
Para México soy más útil vivo que muerto, de eso no me cabe duda. Ningún otro
caudillo tiene autoridad para evitar el desgajamiento de la República. Pero en
estas circunstancias, la orden de retirada podría malinterpretarse como una
traición. Mis enemigos se pintan solos para tergiversar los hechos y confundir
a la opinión pública. Me tacharán de cobarde y dirán que vendí a mi patria para
salvar el pellejo. ¡Cuánto daría por verlos en mi lugar! Ninguno hubiera tenido
pantalones para oponerse a las pretensiones de Burnet. Cómodamente sentados en
los cafés de postín, sin haber expuesto una uña del pie por la nación que dicen
idolatrar, propagarán las calumnias más bajas para afear mi conducta, y la
patria les dará crédito, sí, creerá sus patrañas a pie juntillas, porque la
patria es una mujer inconstante que pasa con facilidad del amor al odio. Hoy te
hace mimos, mañana cambia de humor y te da con la puerta en la cara. Infiel por
naturaleza, no vacila en traicionar a sus amantes, pero exige que den la vida
por ella. Si rehúyo el martirio nunca más me concederá sus favores. Si lo
acepto llorará compungida en mis honras fúnebres y una vez pasado el duelo
recibirá en su lecho al primer general que le guiñe un ojo. Por una causa noble
daría con gusto la vida, ¿pero acaso estoy obligado a sacrificarme por una
puta?
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